Las mujeres de Bután llevan unos decorados vestidos tejidos a mano y están cubiertas por coloridas estolas de brocado. Las leyes nacionales que preservan la cultura del país establecen que se lleve la vestimenta nacional en todo momento y en todas partes. Las prendas más elaboradas se lucen durante los festivales, como este de Paro, una ciudad del centro oeste de Bután. Mediante representaciones musicales y de danza, el festival anual Paro Tshechu celebra la incorporación de Bután al budismo gracias al maestro religioso Padmasambhava, conocido en Bután como el Gurú Rinpoche.
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En Bután dicen que los truenos son los rugidos de los dragones. De ahí surge el nombre de este extraño y bellísimo reino alejado de las costumbres modernas. Nada de lo que hay allí se parece a lo que los viajeros suelen encontrar en cualquier otro lugar. Bután es una reliquia: extraña y exclusiva, una joya depositada con solemnidad a los pies del Himalaya.
Bután es una tierra de gente feliz. Cerrada al turismo de masas -apenas se aceptan unos pocos miles de visitantes al año, que deberán solicitar su visa al tiempo que organizan su viaje con alguna de las agencias de turismo locales-, las estadísticas señalan que Bután es un reino pobre, cuyo ingreso por habitante es de apenas 50 dólares. Pero la realidad visible es otra: los butaneses viven, en su gran mayoría, en el campo. Labran sus tierras, cuidan de su ganado y hasta en sus atuendos tradicionales lucen la bonanza en la que viven. El respeto al rey es absoluto; no hay mendigos, ni ancianos abandonados (pues el respeto a los mayores es total); las leyes se cumplen y la espiritualidad se palpa en el aire. Probablemente, según los mismos butaneses comentan, su confianza y amabilidad se base en que su pueblo jamás fue colonizado, lo que permitió que ellos mismos definieran su destino y modo de vida. Y, como dijo el actual monarca ante un foro internacional, el objetivo de su reinado no consiste en aumentar el producto bruto interno, sino la felicidad nacional bruta.
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