Cuando nos referimos a alguien como “vaca sagrada”, por su condición de intocable, no solemos pararnos a pensar sobre el origen de la expresión; efectivamente, proviene de la consabida adoración que los hindúes profesan a estos útiles mamíferos, cuyos derechos en La India llegan a estar por encima de los de los propios habitantes que las miman y veneran.
En dicho país, su condición de animal sagrado es algo tácito, indiscutible e inquebrantable, cuyo irrespeto se traduce en penas no muy apetecibles. Cabe esperar que toda esta devoción, que en occidente suele tacharse de exagerada e injusta, haya conseguido consolidarse gracias a su semilla religiosa; la creencia ancestral hinduista de que la vaca representa la pura maternidad -como desinteresadas amamantadoras que son- y por ende la vida, sigue vigente y siendo respetadísima por la sociedad hindú.
Todo lo relacionado con las vacas adquiere automáticamente un matiz sacro: la muerte de un ejemplar es algo trágico, un óbito comparable al de un familiar, al igual que el nacimiento de un ternero es un evento digno de la más jubilosa celebración. Su sacrificio, no hace falta decirlo, es algo impensable, pero no sólo por el choque con la tradición o el miedo al castigo asociado, sino porque las vacas son además un recurso esencial para la agricultura -paren bueyes, que son animales de tiro-, la alimentación de millones de personas -la leche que producen es básica para los más pobres- y la industria petroquímica –se aprovecha eficientemente sus excrementos-. La ventaja añadida de las vacas hindúes es que son muy resistentes al clima y las sequías, frecuentes en esa latitud, lo que las convierte así en una buena -e inexcusable- inversión.

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