Las ceremonias matrimoniales llegan a ser tan dispares en cada parte del mundo que nadie se atrevería a afirmar que se tratan de la misma celebración. Desde la duración hasta la ornamentación, cada país ostenta unas costumbres propias que en muchos casos provienen de antiquísimas tradiciones todavía en vigor.
Unas de las más pintorescas, al menos para los occidentales, son las bodas que se celebran en China, donde se rigen por una idiosincrasia de más de 2000 años de la que hoy en día se mantienen aspectos esenciales como la integración cordial de ambas familias y la aseguración de la descendencia, las cuales se cultivan a base de reverencias, ofrendas o ritos de fertilidad, entre otros métodos.
Si algo predomina en las bodas chinas es el color rojo, para ellos símbolo inequívoco de amor y prosperidad; se encuentra en los vestidos de los cónyuges, en la decoración, las invitaciones o los envoltorios de los regalos, pero antes de colorear así toda la parafernalia nupcial, el largo proceso del casamiento comienza con la entrada en acción de un intermediario entre las familias, que se encarga de todos los trámites de la pedida de mano. Tras llevar regalos a los padres de la novia, de parte de los del novio, y obtener los datos sobre el nacimiento de la joven, les transmite a éstos últimos la información para su estudio. Un experto decide si, astrológicamente hablando, la unión es próspera y viable, y en caso afirmativo los padres del novio dan el visto bueno y facilitan los detalles sobre el nacimiento de su hijo, a fin de que sus consuegros lleven a cabo una idéntica comparación astral. Solventado el primer escollo, ambas familias se encuentran cara a cara y evalúan la consonancia de sus hijos entre sí, atendiendo a numerosos aspectos sociales, educacionales y personales.
Una vez se decide la celebración de la boda, comienza el intercambio oneroso de ofrendas y regalos entre ambas familias, durante el cual siempre son mejor recompensados los padres de la novia, quienes deciden en última instancia la fecha del convite. Esta formal reciprocidad puede durar hasta dos años, y si bien el dar siempre que se reciba algo es símbolo de educación, tanta generosidad les sirve también para demostrar el estatus social que ostentan y cuánto aprecian a sus vástagos.
La novia se prepara para el gran día recluyéndose en una habitación apartada, rodeada de las amigas más cercanas y entonando lamentos y lloros por la pérdida de su familia. El novio, por su parte, se encarga el día antes de la boda de instalar la cama nupcial, si bien la ejecución en sí la suele hacer una persona con un número de hijos considerable, circunstancia que consideran les dará suerte.
Ella se arregla el pelo como símbolo de iniciación en la adultez, se viste de rojo, es depurada con rituales de buena suerte, y una vez lista espera a que llegue la procesión procedente de la casa de su futuro esposo. Éste aparece también engalanado de rojo, tras haber acometido ciertas ceremonias ante el altar familiar, acompañado de un niño que simboliza un buen augurio para su futura descendencia y entre un compendio de música y bailes. Una vez en casa de la novia, cena y le son otorgados nuevos obsequios. Llegado este punto se invierten los papeles, y la novia inicia su marcha hasta la casa del novio, donde éste puede por fin descubrir la bufanda roja que tapaba la cara de su prometida, tras otra serie de rituales.
En comparación con todos los preparativos y preámbulos, la boda en sí es mucho más simple. Los desposados acuden al altar familiar para homenajear a los ancestros y algún que otro dios, y allí mismo comparten ciertos alimentos. Después son conducidos a la cámara nupcial, en cuya cama se aposentan y reciben a invitados durante uno, dos o hasta tres días. A partir de entonces, el novio puede acudir a la casa de sus suegros en calidad de invitado.
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